¿Es la Iglesia excluyente?

 «Acérquense a mí todos los que están rendidos y abrumados, que yo les daré respiro. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy sencillo y humilde: encontrarán su respiro, pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30).


¿Existe una Iglesia de los ricos y otra de los pobres? ¿Puede una madre ser capaz de olvidar a uno de sus hijos para prodigarle cuidados al otro? Por otro lado: ¿se salvan los pobres tan solo por el solo hecho de serlo? ¿Acaso excluyó Cristo a los ricos de su plan de salvación? ¿No fue Él quien se hospedó en casa de ricos para mostrarles en qué radicaba su verdadero tesoro? ¿Quiénes son los pobres de los que nos habla el evangelio?... 

Mucho se ha escrito con referencia a los pobres, y ha sido la Iglesia una de las primeras en hacerlo (escribir y actuar); la opción por los pobres ha sido y es una exigencia fundamental de nuestra fe. Sin embargo, la mezquindad del mundo en el que vivimos —e incluso la de algunos hermanos en la fe— intenta minusvalorar (por diferentes motivos) lo que nuestra Iglesia hace por sus hijos. Antes bien, buscan generar resentimientos en torno a ella. Pareciera que buscaran convertir al pobre (me refiero a aquellos que dicen «defender su causa») en el hermano mayor del hijo prodigo (Lc 15, 25-32). 


Llegando a este punto es necesario aclarar algunos temas. Velar por el pobre no es endiosarlo. El pobre no puede suplantar el papel de Cristo como centro de nuestras vidas y acciones. Sin embargo muchas veces se llega a ese extremo porque: “Se pasa por alto el Amor a Dios —noción más compleja y difícil de los que parece, dicho sea de paso— y se lo disuelve en un vago «amor a los hombres»”.[1] Tampoco se trata de desconocer al hermano que sufre. Ante ello es la Iglesia aquella madre amorosa que nos enseña a amarnos entre hermanos y a descubrir en cada uno el rostro amoroso de Dios. ¿Amamos al hombre (pobre o rico)? Sí lo amamos. Pero amamos sobre todo a Cristo, aquel que encontramos en el Sagrario. Es en torno a Él que gira la vida del cristiano; de Él se alimentará para obtener las gracias necesarias que le permitan vivir en coherencia con su mandato. Como vemos, la doctrina católica es a todas luces correcta, y para aplicarla en nuestra vida cotidiana. Muestra de ello son las legiones de santos y de venerables (varones y mujeres) que vivieron en coherencia con aquello que Dios les solicitaba. Pero ¿cuál es el camino? Pues para dar respuesta a esta pregunta cito a continuación el Evangelio según san Marcos: 


«Jesús respondió: “El [mandamiento] primero es: escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos”» (Mc 12, 29-31). 

 

Podremos llevar un pan a la mesa de nuestros hermanos, y con él saciaremos brevemente su hambre. Pero si ese pan no va acompañado del pan de vida eterna, poco o nada haremos. Podremos alimentar sus cuerpos pero no sus almas; podremos darles las fuerzas para que den un paso más, pero no un sentido para sus vidas. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51).   El P. Francois Francou S.J. nos recuerda: “[…] Jesús no analiza ni busca culpables. Su preocupación es otra: es la de expresar toda ternura del padre hacia estos pobres: Jesús sabe que al ser llamados al reino, van a recuperar el sentido de su grandeza y dignidad. Como el buen samaritano camino a Jericó, Jesús está mucho más preocupado de curar al herido que de perseguir a los ladrones. Después de escuchar a Jesús en el Monte, los pobres no se sienten movilizados para emprender ninguna cruzada contra los hombres responsables de su situación, sino que se sienten mas hombres y han recobrado la confianza en sí mismos y en Dios, que tal vez habían perdido.” [2] La Iglesia no es excluyente, y abre constantemente sus brazos para acoger a pobres y ricos, al enfermo y al sano, al ignorante y al sabio, al pecador y al no tan pecador… en fin, a todos los hombres que haciendo uso de su libertad acogen a Cristo en su corazón y, en Él, la verdad proclamada, de la cual la Iglesia es celosa guardiana. 


Cabe resaltar que la Iglesia está abierta al diálogo, y en ningún momento deja de escuchar a sus hijos y las sugerencias que estos hagan para una mejor evangelización, salvo, claro, los casos en que se atente no solo contra los dogmas, sino contra toda la doctrina cristiana, ante lo cual está llamada a corregir y aclarar el error, aunque siempre en tono caritativo. Cuando a pesar de ello una persona no cesa en su intento, es ella misma quien se autoexcluye de la comunión eclesial. Ante tal situación la Iglesia, preocupada por su grey, se pronuncia al respecto. Pero estará siempre con los brazos abiertos para recibir al hijo que alguna vez se fue. Uno es católico por que reconoce en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, el camino para una vida plena y para la salvación eterna, un camino que nos invita a la exigencia, a la obediencia, a la humildad. No es, por tanto, un camino por el cual yo puedo hacer lo que se me apetece al punto de atacar, desobedecer y negar la verdad que la santa Iglesia custodia.


Quien ataca a la Iglesia, ataca a Cristo porque la Iglesia es Él. Él la fundo en el Mundo como camino de salvación.

Pensadero
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[1] Julián Marías. Sobre el cristianismo. 3.a edición. Barcelona: Planeta, 2000, pp. 13. [2] P. Francois Francou S.J. La opción por los pobres. 2.a edición. Lima: Vida y Espiritualidad, 1990, pp. 7

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